Ignacio Peyró: Los últimos de la EGB. Una despedida de soltero (I)

| 31 MARZO 2017 | ACTUALIZADO: 31 MARZO 2017 9:26

A Sevilla merece la pena ir aunque sea de despedida de soltero, y con los amigos del colegio merece la pena verse aunque sea -también- en una despedida de soltero. No es este el lugar para entonar la deploración moral de esta nueva tradición: no tengo a mano los veinte folios necesarios para hacerlo. Así que habrá que decir que las despedidas, como las colonoscopias, pertenecen a ese género de cosas a las que a veces hay que ir y es mejor no enredarse mucho en los porqués.

Al viaje hemos ido casi veinte hombrones poco dispuestos ya a darnos vergüenza a nosotros mismos, por lo que la despedida en sí, sin parecerse al sublime tenor que uno imaginaría en un congreso de especialistas en poesía pastoril, no ha desbordado nunca -lamento decirlo- los márgenes del decoro: al novio, Alvarito, lo vestimos de un modo ridículo pero no vejatorio, no ha habido un solo pene o vulva de peluche, y los demás fuimos con unos polos que quizá no hubieran tenido cabida en el armario de Cary Grant, pero nos permitían mirarnos en el espejo sin sentir más espanto del habitual. También debo decir que Sevilla -esa patria electiva- es capaz de redimir por la belleza una plaga de tifus, cuánto más una despedida de soltero. Por lo demás, por los amigos hay que hacer casi de todo o rompemos la baraja. Nota para moralistas: reparen en el “casi”.

El bar del AVE

A las once estábamos ya en el AVE y no había que ser el profeta Daniel para prever lo que pasó muy pronto: la ocupación del bar, primero con una leve cerveza, después -alguno- ya con una miniatura de Ballantine’s para saludar al mediodía. Yo mismo me acuso de un gin-tonic. La capacidad del español medio para la charla social es algo en verdad espléndido -¡tres horas en el bar, hablando sin parar!-, y eso nos pasma mucho a los que en estas cuestiones a veces somos un poco lituanos. En medio del vagón-cafetería, Alvarito llevaba su maillot de lunares con expresión de filósofo estoico.

He observado que, en las despedidas de soltero, acotar el tiempo es obligado: en una a la que fui en Las Vegas, Dios nos perdone, aquello terminó como una lucha hobbesiana de todos contra todos. Aquí, en cambio, he visto unos esfuerzos bastante naturales para ser ecuménicos en la amistad y redistribuir equitativamente los afectos. Es un pie de igualdad muy masculino, ese trato de cariño un poco áspero por el cual un “qué pasa, macho” se ha de entender como muestra de adhesión eterna, inquebrantable. Herencia clásica de colegio católico, en el viaje se han oído muchos tacos y se han celebrado con gran entusiasmo palabras como “teta”.

Entre nosotros hay maestros, ingenieros navales, consultores, gente que puede hablar de reaseguros con conocimiento de causa. Desde lejos, me parece -y lo digo sin sentimiento- que nadie nos hubiese tomado por un círculo de Podemos, sino más bien por ese tipo de gente que paga sus impuestos y ya va a llevar camisas de cuadros hasta el día en que nos tumbe un derrame cerebral. Escribir aquí sus nombres es rellenarse el corazón con la crema pastelera de la nostalgia: Alvarito, Lolo, Charlie, Jorge, Chema, Mon; últimos vástagos de la EGB, todos hemos llevado el mismo uniforme años atrás como todos tomamos ahora el mismo vermú en las Bodegas, uno de esos sitios donde siempre falta alguno y -a la vez- nunca te falta alguien. Por suerte, si cualquier mirada al pasado tiene algo de réquiem, también tiene algo de luz -y cada vez que me llaman “Nacho”, es como si volviera al recreo de una incierta mañana de mayo de 1993, a ese Madrid azul y acacia que flota todavía en algún lugar entre la memoria y los afectos.

Casi todos, salvo los más adictos a la soltería, están casados y con hijos, lo que no termino de saber si es una disuasión o un reproche. El único punto en que hay unanimidad es que llevamos, ay, zapatillas de esas que parecen zapatos, o zapatos de esos que parecen zapatillas, pero -en conjunto- creo que nuestros profesores no se avergonzarían de nosotros. De si braves garçons! Hay un cierto consuelo en que aquellos a los que hemos visto declinar el pretérito anterior o recibir coscorrones de un profesor de inglés sean ahora eso que el Código Civil llamaba “buenos padres de familia”.

Melancolías de la edad

Como todos hemos pasado el cabo de las tormentas de los treinta y cinco, vemos ya entradas, calvas, barrigas poco tensas, ese gesto de nosotros mismos que se nos va poniendo cuando ya somos más adultos que jóvenes, cuando ya tenemos más cara -como escribió un amigo- de padres que de hijos. “Algunas pequitas, algunas arruguitas”, que dijo Vargas Llosa en algún lugar. También podríamos hablar de unas vidas más duras que nuestros abdominales.

En el tren, David me enseña una foto del colegio tomada en el 87 y le digo, “fíjate, hace ya veinte años”. Al instante me corrijo: “Dios mío, veinte no: treinta”. Nos quedamos blancos. En el luminoso del tren leemos “Sevilla”, pero bien podíamos haber leído otro horizonte más inquietante: “Mediana edad”.

Meliá

Llegamos a un fascinante hotel-ciudad, capaz de acoger, en caso de catástrofe, a toda la población de la provincia de Zamora. Yo siempre intento ver los sutiles gestos de avaricia o conductismo de la dirección del hotel: cómo ahorran en el gel del baño o qué ingenio emplean para evitar el robo de las perchas. Esta vez de sutiles han tenido poco, toda vez que el domingo, a las 9 de la mañana, una señorita nos despertó como si estuviéramos en un campamento de la infancia: Lolo y yo, que compartíamos cuarto, respondimos a su “buenos días” con un ronquido sobreactuado. Meditación viajera: el hotel es un lugar donde puedes hacer de todo, salvo lo que te dé la gana.

Manzanilla

Primera estación -calle Jimios, Arfe– para el aperitivo, esa definición andaluza de la gloria. Hay rimas proféticas, como Sevilla con manzanilla. Observo que el cielo sevillano es de color azul purísima: toda una justicia poética. En general, Sevilla es tan bonita que nos da la ilusión de que se nos va a contagiar algo. Aquí, de cuando en cuando, hay que alzar la cabeza y mirar las palmeras: más que un recuerdo del edén, parecen una promesa del paraíso. En un día como hoy, el Cardenal Segura, que prohibió los bailes en la diócesis hispalense, no hubiera dudado en impartir su generosa bendición a la ciudad. La primavera está en el aire, y yo sólo puedo levantar la copa al sol del mediodía, muy conforme con la idea de vivir.

(Como decían los antiguos folletines, continuará. Como dice un gran político, “o no”).