Barcelona, I: de antropólogo en Las Ramblas

| 16 MARZO 2015 | ACTUALIZADO: 30 JULIO 2015 11:09

Ave a Barcelona. Son las seis y media de la mañana y este tren es el tren de los pobres. ¡Qué de pobres es la noción de “aprovechar el día”! Debería estar contento: me esperan amigos, una cena en Vía Véneto, una dosis homeopática de mar y quizá el capricho de una corbata en Bel; es decir, Barcelona. Sin embargo, no lo estoy, y lo achaco a la crueldad de levantarme a las cinco de la mañana, como un panadero de los de antes. Notte e giorno faticar: hasta la holganza nos demanda esfuerzos, y quizá por eso empiezo el viaje con la sensación radical, incontrovertible, de que viajar es un despropósito. Aun así, todavía no se ha inventado un mal en el mundo que no pueda arreglarse con una cena en Vía Véneto. Y a esa esperanza me agarro mientras el tren coge velocidad para evitarnos, cortésmente, la vista de Entrevías.

El vagón va lleno de chicas de excursión, pero la Providencia ha calculado mal y me ha sentado al lado de un señor con jersey azul marino, náuticos desgastados, un libro conspirativo bajo el brazo y toda la pinta de ser votante de Vox. Mal por la Providencia. Justo a mi noreste, en una de esas mesas donde las familias aprovechan para improvisar sus picnics, viaja una niña muy mona, cuya presencia consigno no por su monez, que ya lleva escrita su propia alabanza, sino porque, frente a la bullanga del vagón, permanece ahí, silenciosa, ojerosa y lilial, como si acabara de pasar un ataque de ansiedad o fuera a darle uno pronto. Yo, que no soy insensible a estas cosas, le diría algo bonito a propósito de su arco ciliar, pero me temo que su novio ya se lo estará diciendo por el chat, y tampoco es cosa de que la muchacha llame al revisor.

Empieza a amanecer. Es la hora en que, como observó Foxá, los vasos de whisky se ponen de color rosa. Las buenas gentes, poco a poco, se van abandonando al sueño. Por la TV ponen –echan, que dirían en Castilla- una película que, a juzgar por la actriz, debe de ser francesa: mujer de inciertos treinta años, morena de pelo y cérea de piel, delgada como solo saben serlo las francesas, y muy dada a pasar los días de café con las amigas o estirándose con languidez las mangas del jersey sobre un sofá. Una frase en los subtítulos –“a veces me gusta imaginarme en los brazos de un hombre que huele a naranja amarga”- me confirma la oriundez del filme. Por lo que puedo colegir, la historia cuenta el enamoramiento de la muchacha y un señor de elegancias crapulosas; ambos, por supuesto –la película es francesa- casadísimos. Aquí en España, me temo, el planteamiento quebraría: de abrazar la verosimilitud, el hombre, en vez de tener aires de viceministro de algo, mostraría la musculatura de su Cayenne; la mujer, lejos de ser escritora, abusaría del maquillaje, de la asistenta y de los bolsos de Tous; y en cuanto a los respectivos cornudos, seguramente dieran menos en la deportividad que en el navajeo.

Nada más montarme en el tren me he precipitado hacia la cafetería. Uno entiende que todo sea funcional; que las tazas, claro, sean de plástico y no de porcelana de Limoges: el AVE es un milagro y un servicio público, y no vivimos tiempos en que uno va al tren a poner en remojo botellas de Krug ni a fumar, como un Hans Castorp, los especiados puritos de Maria Mancini. Hay una sobriedad agradable, muy higiénica, en lo público. Por eso mismo, ¿qué crueldad conductista, qué sacrificio en el altar de qué productividad ha hecho que uno ya no pueda mirar el paisaje desde el vagón cafetería? Las ventanas están tan bajas que hay que elongarse las cervicales para perderse en la contemplación y reproducir el cromo romántico del viajero en tren. ¿Cómo nos han quitado este placer, irrisorio de barato, que ya se bastaba para justificar el viaje? No me vale con que el paisaje aragonés, de cierto predominio áspero, haya merecido poco arrobo lírico. Desengañado, vuelvo a mi asiento, a tiempo para escuchar a la protagonista de la película confesar, ante el coro de sus amigas, que él le hace sentir “como Casper”. Todo es tan sencillo que, a la altura de Calatayud, ya se están besando.

No sabía qué traer para escribir. Lo suyo sería un ipad, supongo, pero si tuviera uno, no iría en el vagón de los pobres. Como apenas me quedan cuadernos que no estén escritos y reescritos una y otra vez, garrapateados de viejas entrevistas, he cogido un libro en blanco que me regaló C cuando era editor. Él mismo suele utilizar tomos como estos para escribir la novela de diez mil páginas que nunca terminará. El libro me lo daría no sé si en 2007 o 2009, y ahora mismo tampoco sabría decir si falla más por aparatoso o por pretencioso. En todo caso, lo he usado pocas veces, porque eso de ir por ahí de escritor de cafetines está muy bien para escritores que no escriben o para ver si uno liga; pero si uno se dedica efectivamente a escribir, provoca una cierta vergüenza: al fin y al cabo, tampoco un actor se pasea por la vida con el gesto vidrioso de un Hamlet, ni un pintor con olor a trementina. No: mejor ocultar la escritura como si fuera una cojera.

Lo último que tengo escrito en el libro es un diario del verano de 2010 y, según leo, estaba entonces en el campo, “a dieta de verduras y silencio”. Después, conforme avanzo en las anotaciones, consigno el rompimiento del ayuno en mi cumpleaños con un Quinta do Cotto Grande Escolha del 94. Por entonces leía –veo ahora- a Powell, a Jünger, a Jiménez Lozano, a Bernard Frank, “pero no leo los ensayos que traje”. Aquel verano vino a verme L y fue la última vez que montamos a caballo. Debió de ser un agosto tranquilo, por no experimentar “ninguna melancolía, salvo algún pensamiento hiriente en torno al futuro”: es decir, exactamente igual que hoy. Quizá sea –pienso- una táctica de supervivencia: puesto que hay que sufrir, mejor que el sufrimiento sea algo distante y abstracto. En estas consideraciones, el vagón se va desperezando y en cuestión de minutos el tren entra en Sants. Nos dispersamos: la chica mona irá al taller de chapa y pintura de su novio, y mi compañero de asiento, a la sede provincial de Vox.

Al llegar a Barcelona, hago algo que un local con buen juicio nunca haría: irme a las Ramblas. No es que no supiera del riesgo estético, pero tenía la vaga noción de aquello podía ser un paseo razonablemente aeróbico, todavía con el relente de la mañana, ideal para desentumecer el cuerpo y hacer méritos para un buen desayuno en la Boquería. Es posible, ya digo, que un barcelonés nunca lo hiciera; ni siquiera un viajero precavido. A cambio, la de las Ramblas resulta una excursión fabulosa para el antropólogo, sobre todo si tiene en mente afirmar una teoría pesimista acerca del hombre contemporáneo.

Apenas ha llegado el mes de marzo y sobre el paseo converge el desagüe genético de los cinco continentes, la masa de bajo coste que se va abriendo paso por la ciudad como una infección de estreptococos. Avanzo lentamente contra el sol; hay en todo –la cercanía del mar- una luz grumosa, tamizada por una leve boira que se irá resolviendo en claridad con la mañana y que, de momento, sólo me deja ver algún rostro bovino, un tatuaje en un cuello, las primeras chancletas de la estación. Es gente –medito con melancolía- que luego dejará su criterio en Tripadvisor. Como cualquier otra ciudad, para acotar su expansión, Barcelona les recibe como ellos quieren ser recibidos: con puestos de paninis, velas con motivos élficos y quincallería fina donde conviven, con gran desenvoltura, flamencas y esteladas. Más allá, en las tiendas, radica la verdadera tranquilidad del viajero contemporáneo: saber que, franquicia tras franquicia, va a encontrarse en cualquier lugar del mundo la misma ramplonería que en su casa. De centro histórico a centro comercial, son las Ramblas como “mall”, paisaje domesticado, estandarizado, exactamente igual a cualquier otro, ya sin más motivos para atraer a la gente que el mero hecho de que hay gente. De pronto, uno ve el Liceo –Calderón, Mozart…- y piensa en tantos barceloneses que sólo se descolgarán de la Diagonal para ir al teatro como quien toma una ciudadela. Por supuesto, no se trata de acabar con las Ramblas -¿qué ciudad no tiene las suyas?-, pero quizá el alcalde podría contemplar la construcción de un escalextric.

No son aún las diez y hago lo que suelo hacer en estos casos: me paro en un estanco y me compro un puro ligero para aromatizar el paseo. Esos primeros puros mañaneros, mientras estrenamos la ciudad, son el báculo perfecto si lo que uno quiere es hacer un poco de ejercicio. Para eso, sin embargo, compensa estar desayunado, y camino bosque adentro de la Boquería en busca de algún bar bien surtido. Por lo que veo, buena parte de los puestos tienen ya algo de museología, y los fruteros se han convertido en masa en dispensadores de zumos: civilización adiposa, que olvidó la alegría de andar, ya no podemos pasar sin comer o beber algo, de preferencia fuertemente azucarado, mientras vamos por la calle. Al fondo del mercado veo una barra donde no diré yo que se avituallen los mozos y las pescaderas, pero sí hay algún señor con chaquetilla de oficinista y, ante todo, un mostrador rebosante de cigalas y carabineros y una plancha donde crepitan las navajas. “El sitio ideal”, me digo, y me veo tentado de pedir una butifarra, pero recuerdo el viejo refrán –“carne en calceta, para quien la meta”- y prefiero sucumbir ante unos pulpitos. El acierto es grande. Al terminar la cerveza, el mundo, por su parte barcelonesa, vuelve a parecer un lugar plausible; el sol nos tuesta delicadamente la piel, una brisa suave juega con los botones de la camisa; todo se vuelve celebración y, para unirme, me enciendo el puro. Unas muchachas de Osaka me miran como si fuera un enajenado o, quizá, un figurante puesto allí por el Ayuntamiento. Yo les sonrío, brindo al aire una bocanada de humo y echo a andar. Hace una mañana de paño fino y colores alegres.

Si uno fuese un caballero andante, aflojaría la rienda al caballo para que eligiera dónde ir. Dudo un momento: cosas de moverse menos de Madrid que la Cibeles. Finalmente, paso por los edificios militares, saludo a Colón, celebro la escenografía de la Aduana, me incursiono por Aviñón –donde las señoritas del burdel picassiano, donde el restaurante que cerró- y, al fin, desemboco en la plaza de Sant Jaume. Frente al palacio de la Generalitat, con ese alabeo que dejan los siglos, no ajeno a cierta gracia renacentista, pienso en aquello que, al parecer, le dijo Pujol a Alavedra tras ganar sus primeras elecciones:

– Macià, ¿qué es la Generalitat?

– President, la Generalitat es una institución centenaria que…

– No, Macià. La Generalitat somos tú y yo.

Bien mirado, esa es también una arquitectura del poder.