El Crillon, o la vida de hotel

| 1 JUNIO 2015 | ACTUALIZADO: 30 JULIO 2015 10:53

CRILLON. El Ritz tuvo siempre mucho americano, el Plaza-Athenée está copado por los árabes y el Meurice vio las tristezas del exilio: el Crillon es –o era- el más francés de los grandes hoteles de París, quizá también el más antiguo, brillante de mármoles de la Liguria y la Toscana, envanecido de su condición de triunfo de la arquitectura, pero con una suntuosidad sometida a pauta y orden: su oro se domó y se mitigó igual que los poetas franceses pulían sus alejandrinos. La vie d’hôtel no es el paraíso, porque el paraíso siempre es una casa, pero el Crillon permitía lo que tantos hombres soñaron alguna vez: ser rey de París, una tarde, un día, ver el vuelo de las libreas, el paso de baile de los botones al abrir la puerta del taxi; poner el pie en la calle y que la calle sea la place de la Concorde, que la vida se abra en tromba a la felicidad, una de cuyas acepciones siempre ha sido beberse París. Ahora acaban de subastar por lotes –el hotel cerró por reforma- las mesillas, los apliques, aquellas vajillas con la C con el coronet del duque de Crillon; cajas enteras, dormidas durante décadas, de los mejores pagos de Burdeos. No han vendido la licorera de Baccarat, en forma de elefante, que le hubiera arrancado suspiros a un Lorrain, ni las fuentes de mármol que alguien se trajo de Versalles. Destino de un lugar: en el mismo sitio en que jugó la niña María Antonieta, la María Antonieta mujer encontraría su cadalso. El Crillon permitía meditar estas teologías de la historia mientras uno se terminaba el dry Martini y juraba no volver a pisar un NH.

CHECKS AND BALANCES. Es una providencia que nuestra inconstancia afecte también a nuestros defectos.

LAS CABINAS DE TELÉFONO. Las cabinas quedarán en la vitrina del siglo XX junto a los gramofones con trompeta, los teléfonos de disco o aquellas tarjetas de visita donde no faltaba el número de télex. Ya hay quien colecciona esa cacharrería sentimental. Hubo una poesía de las cabinas de teléfono, lo mismo para sonetos de amor que para novelas de criminales o de espías, como si estuvieran ahí para dar el aviso de una bomba justo cuando pasábamos al lado. Se hicieron canciones. Se utilizaron como recurso narrativo de felicidad sólo comparable al del manuscrito encontrado en la buhardilla. Usábamos las cabinas para llamar a cobro revertido, desde fuera; para mantener de una a otra provincia el tacto de un romance que de ninguna manera iba a pasar el plazo de un verano. Al fin y al cabo, siempre hubo llamadas que no podían hacerse desde casa. “Hablamos a las ocho”, y hacia las ocho gravitaba un día que por el resto del tiempo era todo libertad. Colas de la cabina de teléfono, añoranzas dulces del te llamo-me llamas, concreciones carnales de una voz, tanto sentimiento en la vulgaridad de una calle, y ese toque en el hombro por ver si terminabas.

VALLE DE LÁGRIMAS. La anestesia acabó con el llanto de las mujeres en el parto. No así con el de los niños, no así.

LISTA DE BODAS. En las bodas españolas siempre habrá la guapa de la boda, una madrina vestida de madrina, la niña que no sabe andar con los tacones, el niño humillado por los pantalones cortos, una competición de audacia en los chaqués, la prima que se trabuca al leer el Salmo, una sincronía de abanicos, un sorbete de limón, la mesa de los solteros porque ‘de las bodas salen bodas’, puro gratis, alguien que se aburre y mira al móvil, un vuelo de chales, un exudado de after-shave, una abuela que habla de ‘la sorpresa del matrimonio’, la mesa de los americanos, unos brazos femeninos con la vacuna de la viruela, un incisivo manchado de carmín, una conversación como una clase de ‘español en dos semanas’, una aplicación intensa a la barra libre, dos que llevan el mismo vestido, una que se equivoca y va de blanco, una pieza popular de Mendelssohn, un padrino al que le faltan rodamientos para acometer el vals con garantía, el abogado que dice ‘yo os regalo el divorcio’, el grupo que ha sabido coreografiar todo lo que va de “la bomba” al “chiki chiki”, un instante de ancha convicción en el amor, alguien que a todo esto grita ‘Sarandonga!’, una cifra crítica de copas, las luces de la Guardia Civil a la salida, y la novia muy guapa, por supuesto.

LE PHILOSOPHE AU RESTAURANT. – …Y a mí me va a traer el foie de pathos.

RENDEZ-VOUS IN RIO. Hay que ir cuanto antes a Brasil aunque sea con la excusa de que ya ha ido el Santo Padre. La bahía de Guanaraba -dicen los pilotos- es el paisaje del mundo más feliz. El mar lo hace nuevo cada día. El mito de Rio sigue intacto, del Copacabana Palace de los años treinta a esos nazis exiliados cuyas nietas son rubias pero ya aprendieron a bailar lambada. Uno las miraría reptar como a la serpiente del Edén pero quizá a la quinta caipirinha se te pasa. Michael Franks, músico prodigioso, habla de las muchachas color café au-lait: igual que en Venecias, uno dejaría su fortuna a la primera que aceptara rezar una oración ante tu tumba. El portugués es el lenguaje del amor: el afecto se expresa diciendo ‘meu bem’, a la manera del siglo XV. Tardes de playa, mañanas bajo las jacarandás, poderío de un país que no es el más grande del mundo pero de alguna manera sí lo es. Itapoa, Copacabana, Ipanema, y ya no Sanchinarro, Tetuán, Bravo Murillo.

CONVERSACIÓN. – Es listísima. Ha ganado el Príncipe de Asturias de las Piernas.

LA BARBACOA. Quizá sea una reviviscencia de aquellos tiempos remotos en que las tribus bailaban alrededor del fuego: en todo caso, en el tránsito de la primavera hacia el verano, las invitaciones a barbacoas serán inevitables como el debate gazpacho-salmorejo, la depilación por láser, las reflexiones sobre el Madrid post-Mourinho o las virtudes y peligros de las dietas milagro. Hay algo de tótem y tabú en esas barbacoas de adosado con diez metros cuadrados de jardín, un rito de articulación de la vida colectiva idóneo para estrenar camisa de colores imposibles o al menos un cuerpo felizmente remodelado por la filosofía nutricional de la casa Optifast. Va y viene la botella de blanco irisada de frío, alguien se encarga de manejar las brasas con la dignidad de un sacerdocio antiguo, otro se abstrae en las interioridades de su Iphone. No faltarán postadolescentes de escotes abisales, dispuestas a inaugurar una temporada de noches interminables de aquí hasta finales de septiembre. Como un zarpazo, las fatalidades de la Historia también están convocadas en la conversación de una generación que dio el estirón con diez variaciones corales de actimel y ahora se encuentra, quizá, sin casa ni trabajo, sin muchas más esperanzas que perpetuar –entraña, chuletas, chorizo criollo- una felicidad antigua que creyeron para siempre y era sólo de prestado.

PRESENTACIONES.

– Soy Ignacio Peyró.

– No somos nada.