La educación por la poesía

| 22 JUNIO 2015 | ACTUALIZADO: 30 JULIO 2015 10:47

El colegio era banal y en cambio la poesía lo era todo. Los versos fueron “l’abus de ma jeunesse”, la contraseña de una vida superior, la llama secreta bajo la corbata del colegio, el lugar donde el azul del cielo era definitivamente azul y donde un pino era un pino pero cómo y cuán alto relucía. Hemos ido y hemos vuelto de la poesía; la leí durante años con pasión minuciosa, con la atención que un loco pone en ir perfeccionando su delirio. Sin duda, los versos podían ser parapeto de los afectos, pero nos revelaban también un afán singularmente humano: la voluntad de vivir en un mundo donde hubiera presencia de belleza.

Las palabras pusieron las piedras del corazón: entonces brillaban, deslumbraban; ahora resuenan; entonces eran nuevas; ahora han añejado. Hoy significan más, saben mejor: es de sus efectos menos importantes pero uno vuelve a los versos que leyó en su juventud y ya no sabe si es uno el que los lee o si son ellos los que nos leen y nos descifran. Hay ahí un cumplimiento: tanto amor era alegría, era verdad, tenía sentido.

Hemos ido y hemos vuelto de la poesía: a ella le pudimos encomendar la educación; nos permitía bajar al mundo porque sabíamos que lo importante quedaba más arriba. Cada generación tiene sus muchachos que bajan por la calle, alegres, recién comprado el libro de versos: fui uno más. Tras ir y venir de la poesía, ahora sé hasta qué punto hay que tener pureza y candor de alma para entregarse a ella del todo. Pureza, candor: la literatura tiene su raíz en la capacidad de fascinación, de dejarse seducir, de sucumbir a un cierto encantamiento. Y la poesía nos revelaba la escritura en su calidad de obediencia: ¿cómo resistirse a sus palabras?

Por la poesía descubrimos la rosa pudorosa, el alba de los lirios, las voces de la tarde, la memoria del verano; ese engaño tan dulce, ese vaivén que siempre es el otoño; Horacio y Virgilio, himno y elegía, un cantar que se pierde por la era, ‘vestigios de una antigua llama’. Guardamos la viña de San Juan y nos recostamos sobre un prado a escuchar el dulce lamentar de dos pastores. Volaba el mercurio de Juan de Bolonia. El propósito era saber sentir hasta saber decir.

Había un ardor muy recto en descubrir a los poetas, como el ingreso a una cámara de maravillas; había una gloria real en acceder a una familiaridad con tantos nombres, sin saber siquiera que ya iban a acompañarnos para siempre, que eran la transmisión de una grandeza. La poesía domaba el alma, purificaba nuestra brutalidad, nos abría los ojos a una civilización más cortés, era exigente: había que comportarse conforme a la excelencia de lo leído, igual que uno no entra en las catedrales en bermudas.

No creo que haya ya educaciones sentimentales de escritores; ojalá, al menos, hubiera un sentido de honor patrimonial, de tradición, de reverencia y trato venerable a tanto bueno como se ha escrito, a tantos prohombres que escribieron, a los monumentos de la lengua. Es lástima que la costumbre de la poesía haya quedado escindida de los saberes del día, de juristas a politólogos. Hay que reintegrar a la literatura su respetabilidad, su vieja gloria, su condición de herencia. Si se muere la capacidad de aprehensión de la belleza, de inmediato muere el pensamiento. Ahí la lectura paga siempre y decuplica la hondura de la vida. Sí: volvamos a los clásicos, Europa es una continuidad en la lectura, y no es lo mismo tomar un avión cuando uno se leyó el siglo de oro.

La poesía fue también un soplo al corazón: quien no haya tenido una adolescencia recorrida por los versos no sabrá los deliciosos sufrimientos que se llegó a perder, las alegrías álgidas, los nuevos tactos que aportaba al mundo, la sonoridad hecha verdad, los versos que permanecen para significar. En mi caso fue un amor celoso: no podía hablar de él, por temor a mancharlo; gozábamos del tesoro con la condición de ocultarlo. De entonces a hoy, se hizo difícil no pensar que la literatura es “la mejor parte”. Y aquellos viejos versos seguirán volviendo para ser –como quería Du Bellay- “l’appui de ma vieillesse”.