Un amigo: Borja Prada
Uno no es hombre sentimental, pero los sentimientos están para las ocasiones. Hace 32 años que conozco a Borja Prada, cosa que no está mal toda vez que los dos –él de mayo, yo de agosto- tenemos 35. Hoy somos no sé si varones “justos y temerosos de Dios”, pero –quién iba a decirlo- al menos somos gente hecha y derecha. Y somos amigos. Lo somos hoy, lo hemos sido siempre: cuando teníamos seis y siete años, ya teníamos el prurito de la amistad fiel y, al estrenar agenda, nos asegurábamos cada uno de apuntar primero el teléfono del otro. Pasarán años y años y antes olvidaré mi genealogía que su fijo. Desde entonces, ninguna lealtad ha tenido más sentido: mi infancia es su infancia, como su adolescencia es mi adolescencia. Todo lo que él es me recuerda de mi vida y –lo que es más importante- de las clemencias de la vida. Y hoy que todo es ayer, no hay nada más antiguo que tú, ni hay nada más cierto que los santos lugares de la infancia. Y así podemos amar el tiempo que da su cuadratura a cada cosa e incluso aquello que ha hecho con nosotros.
De ayer a hoy ha habido mil y un caminos para apartarse, para dejar obrar al tiempo y sus crueldades, pero los cajones de su mesa están hechos de la misma materia y los mismos recuerdos que los míos. Aquel septiembre en Galicia, cuando descubrimos el vino blanco. Un mes de mayo en el esplendor del sembrado. El año en que amamos a Laura. La barca aquella en Extremadura hacia el año 89. El Espectacle de 2006 que compartimos hace unos meses y el mágnum que me regala cada Navidad. Y los bocadillos de Ramona, la muchacha que robaba calzoncillos, en torno al año 1985. Pocas veces he perdido pie: casi ninguna como el día en que presenté mi libro y vi cómo tu madre y tú os acercabais hacia mí y –en un solo gesto- todo el pasado se hacía presente.
Ahí me volvieron muchas cosas. Las meriendas con chocolate y aquellos árboles que fueron nuestros. Nuestras cabañas. Nuestros amigos. Juan Hervás y Miguel Vergara y Mery y Jorge López y Marímar Moreno, la huella de unos nombres. Lo que seguimos siendo: los mismos que en el patio del colegio alguna tarde de la que ya no hay memoria. De nada valdríamos si algo no doliera como una luz en el pasado, si esa luz no alumbrara en el presente.
Hoy has tenido una hija que vivirá cuando ya nosotros no vivamos. Eso es lo que importa. Si la llego a ver crecer, aún apreciaré algo, la esquina de una sonrisa, el fruncir de un ceño, un rasgo tuyo donde tú estarás como has estado siempre. A su amada, Shakespeare no hacía más que decirle que dejara hijos en el mundo: alegaba que no se podía perder tanta hermosura. Tú ya has cumplido, y yo te digo: gracias por prolongar la memoria de la vida. Por decirme que mientras haya un afecto y un recuerdo todavía hay un sentido, y todavía puede haber –recién nacida, temblorosa- una esperanza.