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Juan Mas: President per accident

| 12 ENERO 2016 | ACTUALIZADO: 29 MARZO 2017 10:44

Los giros argumentales son de las cosas que hacen que vivir valga la pena. El viernes, Carles Puigdemont creía tener por delante sólo otro fin de semana de invierno: un paseo entre cortinones pluviales, una tarde de peli y manta quizás, casi seguro una visita a Carrefour. Y hete aquí que ha acabado como president número 130 de la Generalitat. Algo tan loco revive en uno la nostalgia de aquellas noches salvajes de la juventud, esas que uno sabía cómo empezaban, pero nunca cómo iban a acabar.

Aún es pronto para aventurar una predicción sobre la fortuna política de Puigdemont: ni siquiera nos ha dado tiempo a los mesetarios a digerir su nombre y transformarlo en algo más pronunciable (seguramente, algo con una fonética cercana a “pokemon”). Aunque en el plano estético ya podemos, creo yo, ir entonando el réquiem: el president irradia una ranciedad provinciana de viajante de bragas muy acorde con el catálogo ideológico que lleva en su maletín. En rigurosa coherencia con esa estampa desastrada está su frase de 2013 (“los invasores serán expulsados de Cataluña”) que, por aclamación periodística y tuiteril, ya ha sido elevada a lema inaugural de su mandato. Una proclama esencialista más hirsuta aún y más canosa que ese raro mamífero, todavía pendiente de adscripción taxonómica, que el molt honorapla luce donde debería ir el flequillo.

Se me podrá reprochar, quizás con razón, que el blanco de mi crítica sea la apariencia externa de Puigdemont y una declaración sin contexto, pero es que precisamente esto es lo grave: que poco más puede decirse de un señor que, hasta el sábado, era desconocido por muchos de sus propios conciudadanos. Quienes se llenan la boca a dos carrillos de sacrosanto derecho a decidir han negado al electorado hasta el elemental derecho a elegir a su presidente autonómico. Incluso las CUP, que pretendían darnos a todos una lección de democracia interna, no han tenido empacho en saltarse a la torera toda su mojigatería asamblearia en cuanto se han olido el batacazo de las nuevas elecciones.

La enorme habilidad de los separatistas en los últimos tiempos ha sido vender la autodeterminación no como una consecuencia necesaria de la tesis nacionalista (“Cataluña es una nación y por lo tanto tiene soberanía”) sino como una consecuencia necesaria de la propia democracia: si España quiere ser una democracia verdadera, no puede obligar a ningún colectivo a permanecer en el país contra su voluntad. Hay españoles de la Castilla más profunda que rechazarían de plano la primera afirmación, pero que son literalmente incapaces de advertir la tremenda falacia que encierra la segunda. Episodios como el de este president per accident, conocido por nadie y elegido en un despacho para defender un proceso que la mayoría no apoya, tienen al menos la virtualidad de despojar al nacionalismo de su coartada democrática. Y, esperemos, de hacer que se les caiga la venda a algunos no nacionalistas que defienden el referéndum por una supuesta, e inexistente, “exigencia democrática”.