Con ustedes, Julio Iglesias

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ESCENA DE CLUB, I. Vuelvo de comer de uno de los clubes de Madrid. Como siempre, voy porque me llevan: ni tengo acción, ni tengo los apellidos –o la mujer condesa- para tenerla. Esa no es cosa menor en este sitio. No hace tanto tiempo, por ejemplo, me contaron una escena del comedor: a la mitad de una cena, un señor tuvo un ataque fulminante, se derrumbó sobre el plato y –al instante- se murió. Su acompañante, impresionada, no podía hacer más que mordisquear patatas fritas, mientras a su lado comenzaban a ir y venir los camareros. En una mesa cercana cenaba P. “¿Y a que no sabes’ –me dijeron- ‘qué le preguntó al maître en cuanto pudo hablar con él?” Le preguntó, en efecto, si el finado era socio.

ESCENA DE CLUB, II. Mucho antes de su desguace, en los años en que trataba como fámulos al poder y la gloria, un hombre de negocios con más fama que prestigio pidió acceso a otro gran club de Madrid. Es lugar tradicional y selecto. La petición del tiburón empresarial causó polémica y conmoción entre los socios, como el par del reino al que un chatarrero enriquecido pide la mano de su hija. Se convocó una junta al objeto de tratar la cuestión. Al final, el presidente intervino para poner las cosas en su sitio: “señores, este famoso señor, ¿es un caballero?” También aquí la respuesta está fácil.

ESCENA DE CLUB, III. Dicen que en los aeropuertos encuentran su cobijo muchas gentes desahuciadas, que de día deambulan por las terminales y de noche se tumban sobre un banco o se acogen a algún rincón poco transitado y se echan a dormir. Pasan la vida allí, se lavan en los baños, curiosean en los kioscos, ven a la gente pasar, intentan disimularse como pueden y mantener el decoro necesario para que nadie los confunda con “vagos y maleantes”. Espero que la vida no me lleve por semejantes derrotas, pero –de hacerlo- el lugar para vivir de prestado sería, sin duda, el club X, del bar al comedor y del comedor a la terraza. El coche sube y baja con suavidad las lomas del campo de golf hasta llegar al caserón: en apenas unos metros, las circunvalaciones van dejando paso a un “mundo de ayer”, como el diorama de una escena alfonsina. Es –quizá- lo último que queda de Foxá, y aún esperaríamos ver el perfil de una escopeta en el tiro del pichón. La casa tiene un aire escurialense: Madrid siempre ha buscado su pureza por el noroeste, y el club está en ese mismo eje geoestratégico de palacios y espesuras que hermana la plaza de Oriente con Riofrío, el Escorial con la Moncloa, y que aún explica que una vivienda en Navalcarnero –por ejemplo- no cueste lo que una vivienda en Aravaca. Al entrar en el bar, unos cuantos ancianos de pedigrí beben vino y discuten de las andaluzas en torno a la chimenea. No faltan las tebas bien mullidas. Dos chicas entrerrubias comparten un chester. Me pido un fino, me hundo en el sillón y contemplo el mismo paisaje que vio los últimos días de la monarquía, tantos apellidos que se fueron y terminarían por volver. Si el tiempo es lo que permite que no todos los cambios se produzcan a la vez, aquí ha sucumbido con claridad ante el espacio. Tío Pepe o Fino Quinta, uno podría quedarse indefinidamente en el bar del club hasta convertirse en bibelot: poco a poco iríamos cogiendo un aire familiar, como el secundario de una fotografía festiva en blanco y negro, a la altura de esos catavinos de plata ya añeja o los colmillos del elefante que, allá por los cincuenta, abatió algún prócer del franquismo en la provincia de Río Muni.

CON USTEDES, JULIO IGLESIAS. La chica de ayer lleva cuatro embarazos, los pecios de la movida se han reciclado en consultores y las momias de los cantautores duermen tanta memoria histórica en algún hangar de TVE. Sólo Julio Iglesias siendo Julio Iglesias, como un postizo de sí mismo, superviviente a tantos años de moreno abrasivo, injertos de cabello y mujeres fabulosas. Abandonó ya el look del verano eterno para pasar al traje cruzado de los crooners, pero aún activa el resorte necesario al decir “me va, me va, me va”. ¿Cómo no perdonarle el fricatizar la uve? Aún le perdonaríamos un pasacorbatas con perla o un anillo respingón en el meñique.

Hay algo pasmoso en que Julio todavía llene pabellones de deporte con las madres y las hijas de esa mesocracia a la que ofrecía un romanticismo muy cargado, de nubes de algodón y vacaciones junto al mar. Era una buena excusa para ponerse sentimentales o algo ñoños, más misericordiosos con nosotros mismos. Quizá es que la vida podía ser maravillosa con el guión de Julio Iglesias, en algún lugar costero e irreal que por defecto era Miami o Acapulco aunque quizá solo fuera un Benidorm con pan de oro. En todo caso, nunca le faltaban las mejores bailarinas, la banda de trompetistas mexicanos, como una de esas fiestas donde van y vienen bebidas de colores tropicales. Al final, Julio terminó por decir el mal de amores con gracia y kitsch insuperables, quizá para fijarnos en la mente que una cosa es tener voz y otra es saber cantar. Véase que destrozó el repertorio clásico del tango con total autoridad. Como algunos pantalones blancos, hay cosas que sólo puede permitirse Julio Iglesias.

En los últimos años ha estado más bien callado, a la espera de que nos sorprenda otra vez con un ataque de blandura y podamos vivir un minuto de felicidad pura en los bailes de las bodas. Será un poco más de languidez, con órganos que tocan como si fueran violines y toda la expresión emotiva que logra alcanzar un sintetizador bien temperado. Tantas y tantas canciones, tan lejos de la música comprometida o del juglarismo urbano, tan lejos de reivindicar nada, con un desdén que sabía hallar por el pie la ligereza. Todo fachada, Julio bien podía ser el Gatsby hispano que sufre aun cuando todos le busquen como amigo. En realidad, era más bien el tipo con suerte al que le cagaba una paloma y salía premio o se rompía una pierna en el Madrid para encabezar poco después las listas de éxitos. En Julio Iglesias tal vez no haya un moralista pero queda la figura tan triunfal que no parece de este mundo, sin ambiciones de ser Mozart, Agustín Lara o Dean Martin, partidario de hacer pero sin mostrar ningún esfuerzo. Ahora se dedica a coleccionar grandes crus de Burdeos, pero le debemos haber popularizado el inglés de Chamberí y que uno pueda viajar aquí y allá con el premio de ser compatriota de un equipo de fútbol y un cantante. En el coche, de pronto, irrumpía el ‘hey’ para ofrecer una verdad elemental, sencilla y asumible que ponía los pies tontos hasta a los catedráticos de Historia. Lo de Julio Iglesias ha sido el éxito por el éxito, siempre sucesivo de sí mismo cuando las lógicas de la vida ya lo debieran haber arrumbado en algún lugar de la memoria vergonzante. A cambio, él insiste con canciones donde se glosa el simbolismo del bacalao con papas o tan sólo se dicen palabras sueltas como ‘everybody’, ‘party’ y ‘tonight’. Eso siempre se le ha dado como nadie. En su pequeña filosofía de bolsillo está el corresponder a este valle de lágrimas con un ‘hey’. Siglo XX o siglo XXI, hay un espectáculo genuino cuando se alza el telón y una voz dice: ‘con ustedes, Julio Iglesias’