Vidas de otoño

| 21 SEPTIEMBRE 2015 | ACTUALIZADO: 21 SEPTIEMBRE 2015 8:41

CASTAÑOS DE INDIAS. Los castaños de indias son los primeros –al menos por la parte del Retiro– en señalar esa inclinación un poco triste del verano hacia el otoño. Pero no seamos desagradecidos con ellos: también volverán a correr para anunciar la primavera.

SUPERSOLIDARIOS. Uno envidia en sus contemporáneos esa admirable capacidad para dolerse de cosas que no les importan en nada.

VIDAS DE OTOÑO. De Verlaine a José Luis Perales, todo el mundo ha dicho su palabra sobre el otoño. Unamuno, por ejemplo, nos habla de esas “vidas de otoño” que él ve “con un sentido ambiguo e indeciso”, quizá como este tiempo de septiembre, cuando el atardecer está a la altura de su prestigio. Es el momento en que uno piensa que podría dedicar su vida a la crítica de ocasos y escribir cosas como: “lenta transición hacia los púrpuras, con un matiz de muslo de ninfa sobre la vertical del horizonte. Rápida resolución en sombras avioletadas”. No es tan descabellado: todo un presidente del Gobierno se quiso, si no crítico de ocasos, sí al menos supervisor de nubes. Un clásico francés, Esteban de la Boétie, habla de “el sucio otoño”, “le sale automne”, y eso nos ha venido extrañando a los españoles, que solemos tener el otoño como bálsamo, como cura de limpieza tras un verano que es una plaga. En cualquier caso, todos recordamos los otoños que hemos sido, la misericordia que invade la memoria, desde la lluviosa infancia a la sensación de un decaer irremediable y dulce. Ahora será cuestión de mirar por la ventana y dedicarse a uno de los oficios más antiguos y placenteros de la tierra: ver llover. No es mala lección del otoño como estación de la experiencia.

CAMPOS DE CASTILLA. Hoy los viejos monasterios se han reconvertido en spas o en hotelitos para adúlteros, pero todavía recorremos ese tramo de la N-VI que se abre camino por Valladolid y por Ávila como si en cada letrero estuviéramos leyendo un poema: Rueda, La Seca, Medina y Olmedo, Tordesillas. De pronto, tenemos la sensación de que al tomar ese desvío terminaríamos en algún lugar del siglo XV. Avanzamos por la vena cava de Castilla, con las cepas de verdejo alineadas como una tirada de versos del Cid. “Que de noche lo mataron, / al caballero, / la gala de Medina, / la flor de Olmedo”. Esto no es del Cid, sino de un Lope que lo tomó del pueblo para que –siglos después- lo cantara inolvidablemente el gran Bola de Nieve allá en esa Castilla del trópico que es Cuba. Campos de Valladolid, sin más costuras que aquellos álamos de alegría que van marcando el río.

MISANTROPÍAS. La vida sería un lugar de lo más agradable, de no ser por los demás.

CAFETERÍAS. ¿Cuántas cosas no hemos perdido? Escribo, por las prisas, en una cafetería de la calle Zurbano. Al menos en donde uno vive, parece que las cafeterías de siempre corren mas peligro que los linces ibéricos, por más que fueran un invento excepcional: del croissant a la plancha –endemismo hispánico- a ese menú del día donde no faltarán escalopines, eran lugares abiertos, vivideros, tal vez los únicos en que se abandona esa concentración de ira con que el español llega al trabajo. Mi cafetería tiene espejos de azogue ochentero, cierta pretenciosidad raída, un poco british, camareros que no llegan a la categoría de “jefe” y “niño” -esta es una calle de las que las inmobiliarias llaman “señoriales”-, y mujeres que vienen a desayunar con la sacarina ya dentro del bolso. En la botillería hay botellas de gin MGManuel Giró, cismático de Gin Giró– y un calentador para copas de brandy que no debe de usarse desde esos años en que, al pensar en el futuro, pensábamos en el 92.

LIBROS Y OBSESIONES. Admiré su biblioteca hasta el punto de que soñé con heredarla, aunque Dios le conceda al dueño larga vida. No es que lo tuviera todo sobre todo –que lo tenía-, sino que tenía todo lo bueno que hay que tener. Unas memorias de Kissinger por aquí, un tratadito de Mario Praz por allá; ediciones francesas, inglesas, alemanas, las Memorias de Saint-Simon, qué sé yo, Claudel al completo, volúmenes recónditos de Durrell o Huysmans, lo crema del ensayismo contemporáneo y de esos severísimos -y, en ocasiones, maravillosos- historiadores ingleses que sólo alumbran libros de mil páginas. Mucha vieja encuadernación en cuero y mucho libro con su petite histoire. Ahora, sin embargo, uno se explica por qué aquella biblioteca tenía un aire mortuorio: era una biblioteca sin obsesiones, sin errores, sin esos libros que quizá no deberían estar ahí, como si su biblioteca fuera una enmienda a la vida y no su reflejo.

CARTAS. “Preservar el propio mundo dentro de uno es importante en este desastre. Numquam retrorsum”.