Una tienda color canela

| 10 JUNIO 2015 | ACTUALIZADO: 30 JULIO 2015 10:50

Hay quien colecciona sellos, monedas, relojes, desengaños: uno, lo que colecciona son rótulos. Es una colección –digamos– modesta y poco posesiva: al fin y al cabo, no podemos arrancar los tipos magníficos del “Hotel Tirol” o de “Hijos, sucesores de Luis Mira” y ponerlos en el despacho para enseñarlos con arrobo a las visitas. Tampoco lo podríamos ya hacer, ay, con el rótulo de la tienda de la editorial Juventud –Madrid, barrio de Salamanca–, que resumía en su sencillez la belleza tipográfica de otra edad en la que, quizá, se consideraban más estas cosas. Ciertamente, tener rótulos bonitos o feos no es de la misma trascendencia que comer o no comer, pero sí es trascendente la diferencia entre pasear –vivir- en un lugar donde las cosas se cuidan y un lugar donde las cosas no se cuidan. Y alguna gracia antigua y humana y valiosa se pierde cuando desaparece el rótulo de Juventud y en su lugar aparece el estridor policromático de una caja de ahorros. Tal vez tan sólo ocurra que la belleza importa menos, y quien pruebe a pasear por las Tablas no dejará de notar esa soledad particular que deja la ausencia de belleza.

Lamentablemente, con el adiós a Juventud no sólo ha desaparecido un bonito rótulo; también se ha ido una de esas tiendas color canela que tenían su recoveco y su misterio, su historia. Juventud, en concreto, contaba con los anaqueles bien patinados y los fondos de una editorial que –al menos antaño– fue egregia: publicaba y publica los Tintín, pero en su catálogo también tenía a Zweig, a Julien Green, a Emil Ludwig. En aquellos tiempos, sí, las editoras se llamaban Juventud o Destino, y a la tienda de Juventud me llevó mi padre, lo recuerdo, a comprar alguna vez libros para el veraneo, de Operación Impala al Viaje de la Kontiki o la Ascensión al Everest narrada por Hunt. Quizá eran libros a los que entonces uno no hizo mucho caso, pero al pasar por delante de Juventud todavía teníamos la sensación de que podríamos entrar ahí otra vez, como si conjurásemos un tiempo perdido para siempre. Los últimos años vi el escaparate entrecerrado, abandonado, melancólico: preparaba, sin duda, el adiós de una tienda color canela que ya ingresa en el pasado como ese tiempo en que todavía caminábamos de la mano del padre.