Ignacio Peyró.

Ignacio Peyró: El viejo y bello oficio de escribir en los periódicos

| 5 OCTUBRE 2020 | ACTUALIZADO: 5 OCTUBRE 2020 13:26

Ignacio Peyró es un hombre con un pie en su tiempo y la mirada puesta en el imaginario de un mundo que va quedando atrás. Da fe de ello el que haya sabido ganarse la vida escribiendo en diarios. Siempre con mucha calma. Mientras el resto se dejaba llevar por las prisas, Peyró fue armonizando registros en una infinidad de medios, entre ellos DIRCOMFIDENCIAL.

La experiencia de su trabajo como cronista encierra vivencias y anotaciones que ven ahora la luz en su última obra, Cuando fuimos periodistas (2006-2011) (Libros del Asteroide), que aúna el retrato costumbrista con la crítica cultural y la riqueza informativa.

Reproducimos a continuación algunos fragmentos del libro.

Dies gloriosus.

Con Valentí Puig a ver a Fernando Rodríguez Lafuentes, que es quien manda -aunque hay otro director interpuesto- en ABC Cultural. Preocupación por VP, orondo como terminaré yo, aunque cada una de sus páginas es un triunfo que le arrebatamos al deporte. Jardín de pura delicia de la Residencia de Señoritas, sede de la fundación Ortega y Gasset, donde se pueden oír los pájaros no ya en Madrid o en el centro de Madrid, sino en lo mejor de Madrid. Admiramos la limpieza de esa arquitectura moderna. Escaleras. Ambiente un poco monacal -de monjas laicas, en efecto-, como tantos lugares de estudio. El sol se cuela por la ventana del despacho como un rayo de miel. Pienso en la suerte de este hombre -trabajar allí, el silencio, los libros, las docenas de Revistas de Occidente en los estantes. VP y FRL no intercambiaron una sola sonrisa en toda la conversación. Podrían haberse comunicado por gruñidos: tipos muy serios. Yo estaba ahí como el muchacho del Castilla, con sus orejas de soplillo y su chándal de barriada, al que de pronto le dicen que ese fin de semana juega con el Real Madrid A.

Tramitada con éxito la gestión -escribir en ABC Cultural-, Fernando nos habla de quedarnos a la tertulia semanal que tienen después de comer, con Calvo Serraller y no sé quiénes más, todos ellos altísimos mandarines, perspectiva que me hace temblar las rodillas, y veo que a VP le hace gracia la idea. Me dice de ir al restaurante de Sergi Arola o al de Santi Santamaría, a quien conoce de algo, pero no quiero salirle o salirme por un ojo de la cara y le digo, te voy a llevar al Madrid que debes conocer, y vamos al Hispano. Buen carré de cordero, champán -siempre lo bebe- y Margarita Robles en el comedor atestado. Creo que hubiese esperado algo más espectacular, pero qué le vamos a hacer. Después se van desliendo, a Dios gracias, las ganas de ir a la tertulia: nos la montamos nosotros. Mojamos la sobremesa con dos whiskies y  un chorrito más. VP se vuelve a Barcelona y yo a casa, intentando asimilar tantas generosidades.

Sábado de gloria: reseña en ABC cultural, tras larga espera. Desayuno casi igual de largo con Tochy en un sitio raro -la cafetería del Corte Inglés de Callao. Nada me alegra más que me las prometa muy felices -hace cuánto, ¿dos, tres años?, estábamos pensando en mandar alguna columnita a un regional.

Artículos.

Es sencillo que alguien te quiera por escribir, lo que por lógica hace pensar que es mucho más sencillo que alguien te odie.

Perfil  -no muy largo- de Rajoy para Época a propósito del congreso “a la búlgara” del PP en Valencia. Lo de “a la búlgara” es uno de esos lugares comunes que llenan de chatarra los periódicos, pero me he dado el gustazo titulándolo “El nieto de Cánovas”. Y así creo que es: por un temperamento conservador que huye del reaccionariado por la melancólica necesidad de hacer política, por la cautela, por ese pesimismo antropológico que lleva en sí la fatalidad de la Historia, por la desconfianza hacia las grandes construcciones y los grandes proyectos políticos acabados, por una mezcla de patriotismo y conciencia de los déficits de España.

Cambios.

El lunes me llama Javier F. para comer. Le han cancelado. Que dónde podemos ir. Propongo BICE, a medio camino entre los dos. Comemos un par de veces o tres al año: no es raro y es gratificante. Al llegar, él ya está en la mesa. Vamos a menú. Hablamos del periódico, nuevos proyectos, el rediseño, etc. Una copa de blanco cada uno, con prudencia. Le pregunto por mis artículos. Que están contentos, me dice. Que les gustaría que me implicara más. Le digo que, por mí, perfecto. Que necesitarían a alguien en el Congreso y que si a mí -apenas doy crédito- me gustaría ser su hombre. Le pregunto si esto es cosa suya o si está hablado con el editor. Que está más que hablado y Pepeape está convencido. Le digo que si sabe que no soy una de estas periodistas simpáticas que se cuelan en todos los corrillos, y me dice que no hay problema, y que me conoce y que no me pide eso, sino información y análisis propios. Le digo que necesitaría un poco de tiempo para terminar algunas cosas y finiquitar la campaña de Navidad y me dice que no hay problema. Comienzo en febrero. Corresponsal en el Congreso: VP me dice que es “una perita en dulce”. Estoy ansioso y a la vez encantado de la vida.

Fue a la vuelta de la copa de Navidad de la Moncloa, en un taxi apresurado y ya piripi de tres blancos, cuando me llamó Alfonso B. para proponerme escribir editoriales. Qué maravilla, le dije, acepto encantado: una ilusión vital se hacía realidad. Por fin, un poco de periodismo intelectual, un poco de sosiego –la capacidad de contribuir a la formación de opinión, de marcar línea y de alimentar el alma de un periódico, porque los periódicos tienen alma y un periódico es su alma. Esto fue hace unos pocos meses. Ahora me suena el móvil a eso de las dos de la tarde y yo me voy al cuartito de la nevera para que nadie me oiga, y el mismo Alfonso o algún compañero mártir me explica el tema del día: ¿el realineamiento de nuestra política exterior? No: Rubalcaba. ¿Obama y Oriente Medio? Rubalcaba malo. ¿La necesidad de impulsar una ley de mecenazgo? Rubalcaba cabrón. Esto tiene una ventaja: el folio apenas me lleva un rato, y resulta incluso divertido escribir tantos disparates, a sabiendas de que ninguna hipérbole parecerá osada. Estos son algunos de los que he escrito este mes, aunque creo que algún otro artista metió pluma en el titular: Roures toma la Moncloa, De cabeza a la crisis, Seguimos sin saber, Más cerca de la X del Faisán. Mi sensación, sin embargo, es que casi todos son del Faisán, aunque yo no sepa nada del asunto, pero sospecho que eso importa poco.

 

Conversación un poco tirante con un amigo -conocido- periodista, que me reconviene por firmar para “panfletillos papistas”. Me entra mal. Pese a todo, le digo que bueno, que preferiría estar escribiendo en el New Yorker, jeje, pero que lo mejor es enemigo de lo bueno, que hay firmas sólidas allí, y que, en última instancia, mejor estar que no estar -siquiera sea porque, de no estar nosotros, estaría otro. Al fin y al cabo, remacho, uno solo es responsable de lo que firma, etc. El whisky le pone un poco pesado y termino por preguntarle si ha leído algo de lo que he escrito o alguno de los periódicos donde escribo. “¡Por quién me tomas!”, dice riéndose, “¡por supuesto que no!” Le digo que estaré muy agradecido por su interés el día que me ofrezca escribir en su periódico.

Escribo -para el periódico- noticias, mi columna política, el perfil de internacional de los domingos, unos apuntes sobre restaurantes, el agitador y la doble página frívolo-intelectual de los sábados. Luego está la página de Alba y algún reportaje que cae. ¿Hasta qué punto viene mal o bien escribir tanto? Que se cansan de uno, ça va de soi, pero da igual: se van a cansar de todas maneras, así que no importa darles razones. ¿Es peor para la prosa? Podría pensarse que se abarata, claro, pero ¿a qué preguntarse eso? Es bueno escribir mucho para perder el exceso de autoconciencia que lastra a tantos a la hora de escribir: escriben viéndose escribir, lo que impide esa ficción de naturalidad de la escritura buena. Ojalá llegáramos a ese glorioso descuido de Santa Teresa o a la velocidad de Morand. Y sí, a poco que se escriba, se escribe demasiado, pero todos perdonamos esa páginas donde Pla o Montaigne llanean como perdonamos los recitativos de una ópera -entendemos que son el peaje necesario o el fondo gris que da contraste a la brillantez. Por supuesto, estos son pensamientos ociosos: una vez no se publican textos largos, es imposible que la prosa gane fuste; por lo demás, ya bastaría con que la prosa de los periódicos fuese correcta y aseada. Y la ironía de todo: si escribimos tanto, es para mantener presencia y que no nos echen…

Varios días encerrado en casa para un desplieque de ¡ocho! páginas de periódico. Todo surgió el sábado pasado, cuando Dávila, en la reunión, dijo que España era “un páramo intelectual” y me encargó no sé si justificarlo o desarrollarlo. He hablado con algunos de los mejores, de Jiménez Lozano a González de Cardedal -que me ha impresionado mucho- y de Carlos Pujol a Valentí Puig. La maquetación y el grafismo han acompañado. Obviamente, el titular, que es lo único importante en periodismo, porque es lo que salva o mata, ha sentenciado.

Más de un año después, aparezco en la mancheta del diario. Temor, en este caso, a que la justicia tenga sus costes. Es una manera de convertir en un favor la sanación de un agravio. También ha sido una victoria, pero no por ello despierta en uno sentimientos de magnanimidad. Pensamiento mezquino: ya no tiene uno de qué quejarse. A la vez, me apena haber tenido que luchar por algo que era -simplemente- justo.

A lo largo de mi carrera -corta y abrupta- periodística, uno ha acumulado la dirección de dos medios: concretamente, de 6º B Magazine y de 8º B Magazine. Eran medios de información general aunque cabe lamentar que de poca difusión. El mayor placer, claro, era reservarse una paginita al principio para el “queridos lectores”, que me costaba no pocas controversias con el editor -mi padre. Toda esta banalidad arqueológica-sentimental no me sirve sino para señalar a tantas personas que nacieron con un saco de tinta en los riñones, con el veneno del periodismo prácticamente en el primer biberón, con esa ilusión tan modesta como firme de aportar, de informar, de opinar, de hacer las cosas bien hechas y que -al mismo tiempo- se dejaran leer. Uno mira en torno y ve, no se sabe si agoreros o realistas, a los que dictaminan el fin de un oficio a la vez tan noble y tan plebeyo. Es algo preocupante, porque claro, ¿qué haríamos tantos, qué haría yo mismo? ¿Redactar los folletos de alguna agencia de viajes, de algún catálogo de muebles de oficina? Ojalá el tiempo roedor que terminó con tantas cosas no termine también con el viejo y bello oficio de escribir en los periódicos.