Redacción de The Times (Londres, 1978).

Ignacio Peyró: Tres periodistas y un caballero del Times

| 21 MARZO 2016 | ACTUALIZADO: 29 MARZO 2017 10:43

Tiene desde su nacimiento -1784- un pedigrí prerrevolucionario que no ha podido sino encandilar a la buena sociedad inglesa. Hoy The Times se llama –de modo decepcionante- The Times of London, pero siempre fue The Times, madre e inspiración de tantos otros Times que, de Malta a Los Ángeles, copiarían su nombre como si así resultara más fácil acogerse a su prestigio o emularlo. Pensar en estos años en el Times, en la gloria que fue el Times, es pensar en algo inaccesible: ha sido la norma áurea, el canon y el estándar de los diarios, el periódico del país de los periódicos y el Parnaso y la fuente castálida de los periodistas. Desde luego, ni siquiera en circulación es lo que era, dirán algunos, pero también se puede argüir que, para ser el mejor, nunca necesitó ser el más vendido. Ocurre que su estilo y su tono lograron llevar “la impronta del gusto señorial y refinado, del recato pudoroso” de lo inglés incluso fuera de Inglaterra, y así llegó a ser sinónimo de su país cuando su país era la vanguardia del progreso. Baste pensar en aquel habitual del casino de Vetusta, en la novela de Clarín, que fingía leerlo aun sin saber una palabra de la lengua inglesa.

Por supuesto, al Times es difícil encontrarle una edad de oro. Quizá cuando Lincoln lo definió como el poder más fabuloso de la tierra. Quizá al derribar varios Gobiernos –tarea que siempre se le dio mejor que apoyarlos- o al reportar heroicamente la Guerra de Crimea. O quizá al resurgir tras un conflicto sindical de proporciones inimaginables en los setenta, y que no dejó de ser una última campana para Fleet Street. En su debe, la sutileza con que se trató a los nazis en los años treinta, las invenciones sobre Irlanda, los tiempos en que se aceptaba una buena propina a cambio de una buena cobertura, o esos otros, en los que Moratín vio en el Times “el más abatido, lamerón y empalagoso adulador del Gobierno…”

«Desde luego, ni siquiera en circulación es lo que era, dirán algunos, pero también se puede argüir que, para ser el mejor, nunca necesitó ser el más vendido».

En todo caso, quien identifique al Times con una derecha inglesa de caracteres eternos, estará equivocado: ha sido el diario que más ha oscilado en sus apoyos electorales y, según los tiempos –por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial– conoció cierta virulencia de izquierdas: baste pensar que el espía comunista Philby fue su corresponsal en España. Sin embargo, el Times, que lo ha sido todo, ha sido fundamentalmente “la solera donde se decantan las esencias de la virtud del gran pueblo inglés”, como apuntó Augusto Assía, “una institución sólo comparable a la Corona, el Banco de Inglaterra o la Armada”. Cuando en 1882, un tipógrafo travieso puso en boca de un ministro una frase salaz –haciendo alusión a “ciertas ganas de follar”-, el Londres victoriano casi se viene abajo.

El primer editor del Times terminó expuesto en la plaza pública al vilipendio de las gentes. Es una ironía en un diario que quiso, desde el principio, dejar clara su olímpica superioridad. En su primera edición, se puede leer un manifiesto de decoro: “Este diario no contendrá nada que hiera los sentimientos del lector o pueda corromper su carácter, y se abstendrá de todo partidismo desleal; en sus páginas se encuentra abjurado el escándalo soez…” Era un aviso a los sujetos pacientes de la crónica periodística que por entonces recién nacía: los poderosos de este mundo, que tenían todo que perder con la proliferación de aquellas hojas volanderas, indiscretas, burlonas y, lo que es peor, tantas veces verdaderas.

El Times llegó a costar el doble que cualquier otro periódico. Fue el primer diario en imprimir las crónicas de corresponsales extranjeros. Sus editoriales marcaban la norma de la lengua. Su tipografía moderna, la Times New Roman, creada por el gran Stanley Morison, reflejaba una institución que quería ser “masculina e inglesa”. Era la referencia de la vida política, más fiable que los archivos del Hansard a la hora de recoger las intervenciones parlamentarias. Y su sección de vida social competía en popularidad tan sólo con las cartas al director, el mejor foro público que ha tenido nunca Inglaterra: podía ocurrir que un lector de Surrey buscara una cita de la Anábasis de Jenofonte y, al cabo de los días, una docena de corresponsales le había respondido… Decimos bien Jenofonte: el Times siempre imprimía en idioma original, así fuera griego antiguo. Lamentablemente, otras tradiciones, como poner “Mr.” o “Mrs.” antes de cada nombre de persona se han ido perdiendo. Así, Hitler era el señor Adolfo Hitler.

Hasta bien entrado el siglo XX, el Times fue fijo e inmutable como un Vaticano en el corazón de Londres. Su sede era la misma, sus redactores nunca conocían el despido, sus reporteros eran –simplemente- los mejores. Su información, a lo largo y ancho del mundo, era tan fina y fidedigna que hasta los servicios secretos recurrían a los periodistas de la casa. Signo de inteligencia: la gestión familiar de la empresa siempre se mantuvo cautamente aparte de la dirección periodística del diario.

«Hasta bien entrado el siglo XX, el Times fue fijo e inmutable como un Vaticano en el corazón de Londres».

Con todo, en un país abierto y dado al uso de vitriolo como es Inglaterra, ni siquiera el Times pudo esquivar la crítica, verse libre de reproche. Desde las primeras décadas del XIX, se le llama “vieja ramera” por gentes como Cobbett, y todo un Hazlitt cargó contra su “insolencia”. El propio príncipe Alberto y numerosos gobiernos intentaron poner freno a su poder: su conocimiento de los arcanos del Estado era “mortificante, humillante e incomprensible”. Y, por si fuera poco, el Times gozaba de inmunidades, por ejemplo, en el franqueo por vía postal. El diario supo defenderse de las críticas: en 1852, editorializó que “requerir que un periodista y un hombre de Estado respondan a las mismas reglas implica mezclar cosas por su misma esencia diferentes”. Tanto tiempo después, eso es algo que nunca han comprendido los políticos.

Otros, más que atacarlo, se rieron de él. Por ejemplo, el gran Eça de Queirós en sus cartas londinenses, que –sin dejar de alabar su valía- le reprocha jingoísmo, la avilantez de no citar nunca a otros diarios, la arrogancia de no caer jamás en controversias o mencionar siquiera, por ejemplo, el nombre de Zola en pleno caso Dreyfuss. Y el no menos grande Trollope tampoco se quedó corto en sus sátiras: “The Jupiter” –por The Times– “no se equivoca nunca”.

En principio, el Times tampoco cambiaba nunca. Pero hace sólo unos pocos años, cambió. Dejó de publicarse en su formato de siempre, broadsheet, esas hojas de periódico que podían ocultar a una familia numerosa, y se pasó al formato tabloide. Su propietario ahora es un siervo de la reina, sí, pero australiano y no inglés, el siempre sospechoso –pero habilidoso- Robert Murdoch, pionero en la huida de “la calle de la tinta”, Fleet Street. El periódico ha cambiado mucho pero, al menos, al Times de hoy le sigue quedando la gran revista de libros del continente, islas incluidas: el Times Literary Supplement. Y, ante todo, aquella gloria imprescriptible de ser el diario del que se decía: “han venido tres periodistas y un caballero del Times”.