
Capítulo 2: La Comunicación como herramienta de gestión empresarial
Las empresas españolas hace décadas que tomaron conciencia de que para sobrevivir tenían que dominar su comunicación. Toda empresa o entidad, tenga o no carácter mercantil, ha de construir su capital imagen exclusivo, ya que este es un valor fundamental de riqueza y de diferencia en el gran «combate» de los mercados, tanto nacionales como internacionales.
La comunicación integral, global o como quiera denominarse ha terminado por convertirse en una verdadera revolución cultural que genera en el individuo, como consumidor, una relación especial con la empresa en donde prima un determinado sistema de valores.
Una empresa es un organismo vivo inmerso en una sociedad y a la que nada, interno o externo, le es ajeno. Como ser vivo que es, en un mundo cada vez más interactivo, está sujeta al fenómeno más ancestral y primario de los organismos vivos: la necesidad de comunicarse.
«Las empresas españolas hace décadas que tomaron conciencia de que para sobrevivir tenían que dominar su comunicación».
Si tuviéramos que remontarnos a los orígenes de la comunicación institucional-corporativa-empresarial en España, aunque con un trasfondo político indudable, no tendríamos más remedio que fijar nuestra atención en los planes de desarrollo que vieron la luz en los primeros años de la segunda mitad del pasado siglo.
Hablamos del Plan de Estabilización de 1959 y la consiguiente Ley de Ordenación Económica que permitieron la puesta en marcha de los conocidos planes de desarrollo elaborados y dirigidos por los tecnócratas del Opus Dei, grupo de políticos que actuaba como una de las familias del franquismo con mayor control sobre el área económica y entre los que sobresalían López Rodó o López Bravo como imágenes de la pujanza económica del franquismo.
Aunque no todos los señalados como tales eran opusdeístas, había que «vender» polos de desarrollo, sector del automóvil y químico y los logros conseguidos por el Instituto Nacional de Industria (INI) y para ello se necesitaban profesionales de la comunicación o de la propaganda para glosar los éxitos de «los lópeces». Poco más o menos, como ahora.
Sin embargo, desde entonces hasta ahora, el mundo de la comunicación ha cambiado radicalmente en su forma y en su fondo y su amplio y heterogéneo universo ha impuesto con fuerza la especialización.
Ha pasado al baúl de la historia la creencia de que la comunicación se circunscribe a parcelas limitadas al carácter comercial de las empresas. Hoy, las conocidas como TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) han inundado hasta el último rincón de la sociedad y tanto la digitalización de esta como la IA, que está entrando con fuerza, anuncian profundos cambios en los comportamientos de quienes forman parte de ese entramado social.
«Ha pasado al baúl de la historia la creencia de que la comunicación se circunscribe a parcelas limitadas al carácter comercial de las empresas».
Con sus ventajas y condicionantes, lo cierto es que el mundo de la comunicación corporativa en España ha experimentado un crecimiento extraordinario en las últimas décadas en aquellas empresas, organismos, corporaciones, sectores o instituciones -públicas o privadas- susceptibles de necesitar de sus prácticas y soluciones, respaldando la idea de que la comunicación se implanta en una sociedad en la que ya no es suficiente ofrecer productos o servicios, sino que importan otros aspectos como la imagen y la necesidad de transmitir al público una filosofía, una reputación y una cultura.
El dircom
Todos esos ámbitos, «han encontrado en el director de comunicación (dircom) un profesional que, primero, tiene una visión muy transversal, lo que le permite pensar de una manera omnicomprensiva; y, segundo, un profesional cada vez más formado.
Desde un ámbito inicialmente limitado al periodismo, hoy vemos que el oficio de dircom no está limitado a los periodistas, aunque sigue siendo fundamental que cualquier responsable de comunicación entienda la labor y el quehacer de los medios porque tienen que ser su interlocutor muy habitualmente.
Pero no es lo único: de manera creciente han de tener conocimientos del ámbito regulatorio, de sostenibilidad, de buen gobierno, de los temas vinculados a Enviromental, Social and Governance (ESG) y, desde luego, se ha de llevar a cabo una escucha social que permita identificar tendencias que tienen que ver con la geopolítica o los cambios sociales… Y todo eso salpicado con un conocimiento y uso de la digitalización, un aliado fundamental de este trabajo.
«Hoy vemos que el oficio de dircom no está limitado a los periodistas».
Sea como sea y resulte como resulte, el dibujo en el organigrama de la empresa o del organismo del que se trate, lo cierto es que se organiza, funciona y da resultados a través de la comunicación. Y no existe la «no comunicación», pues incluso cuando la empresa no emite mensaje alguno, ya está comunicando algo, aunque esta sea comunicación negativa y vaya en contra de los intereses de la organización.
De ahí, como señalan los que dicen entender de estas cuestiones, que sea absolutamente imperativo que una empresa gestione su comunicación, haciendo un esfuerzo por alinear los distintos mensajes con sus objetivos estratégicos, pues de lo contrario, se corre el riesgo de emitir mensajes contradictorios que generen una imagen confusa de la empresa en los distintos grupos objetivos a los que se dirige.
De las muchas definiciones que se pueden haber leído o escuchado sobre la comunicación en la empresa u organización equivalente, la más sencilla —por lo esclarecedora que resulta— es aquella que habla de un intercambio de informaciones entre individuos o grupos de individuos que configuran una relación recíproca, significativa y libremente consentida.
En definitiva, la comunicación consiste en que alguien diga algo a alguien a través de un canal y con algún resultado por muy intangible que sea este resultado; por ello, se convierte en una actividad compleja, dinámica y continuada en la misma medida en que son complejos y dinámicos los tres principales agentes de la comunicación: los individuos receptores y emisores, los medios o soportes y los mensajes.
Si tuviéramos que buscar a lo largo de la historia situaciones que supusieran, por si solas, un tratado de la comunicación y de todo lo que a ella concierne, bastaría con remontarnos a finales del pasado siglo, años que fueron testigos de un hecho tan histórico como inconcebible sólo unos años antes, pero que tuvieron una especial relevancia en el rumbo seguido por buena parte de los habitantes de este planeta.
Como si de fichas de dominó se tratara, la totalidad de los países europeos con regímenes marxistas se vinieron abajo en el corto plazo de unos meses y se empezó a construir, sobre sus cascotes, un nuevo sistema político, económico y social basado en la libertad y en el imperio del hombre sobre las estructuras. ¿Qué ocurrió en estos países para que una de las ideologías más dominantes y pétreas de la historia de la humanidad se deshiciera como un terrón de azúcar en una taza de café caliente?
Gorbachov y quienes le apoyaron fueron consciente de ello y aprendieron los últimos resortes de las técnicas de la comunicación y la glassnot (transparencia) no fue una estrategia improvisada, sino el resultado de una bien estudiada forma de contar con el apoyo popular dentro y fuera de la URSS y conseguir el liderazgo que le permitiera realizar los cambios que se considerasen necesarios.
«Las sociedades comunican, los países comunican, los hombres comunican. Las empresas comunican; tanto si lo quieren como si no».
La aparición de nuevas tecnologías de la comunicación, la utilización de éstas con la simple limpieza que los medios otorgan, fue más que suficiente como para modificar todos los parámetros y protocolos, incluso en sociedades con estrictos sistemas de censura y extraordinariamente cerradas al exterior, conscientes sus gobernantes del peligro de contaminación que suponían unas imágenes de televisión, unas páginas de periódico o la simple presencia de un turista occidental.
No fue, sin duda, una labor corta en el tiempo, pero no parece que fuera posible mediante la burda manipulación de los contenidos al más rancio estilo de la propaganda de las autocracias. Fue el triunfo de la transparencia, el triunfo de la comunicación de una información que estaba ahí, en el mundo occidental.
Las sociedades comunican, los países comunican, los hombres comunican, las empresas comunican. Tanto si lo quieren como si no, hasta el punto de que la reticencia deliberada ya es, en sí, un mensaje.
Las sociedades avanzadas viven inmersas en un mundo en el que la comunicación, trufada de tecnología, manda, hace consumir, crea líderes, los quita, modifica pautas de comportamiento, masifica voluntades. Y ello, posiblemente, sea malo, pero es lo que hay. Es el poder de la comunicación en sus diferentes versiones.
En España, la plena incorporación de su economía a la Unión Europa obligó a empresas y organizaciones de todo tipo a afrontar un reto: la acomodación de sus estructuras con objeto de competir con una identidad propia en un mercado exigente y cada vez menos proclive a la rutina y a la mediocridad en la producción de bienes y prestación de servicios.
Las principales debilidades de la empresa española no se centraban tanto en el retraso tecnológico respecto a las de otros países —que también—, como en la ausencia de una verdadera cultura de empresa que la permitiera situarse en el mercado en igualdad de condiciones que la competencia; o lo que es lo mismo, en la falta de una personalidad propia definida por el empresario y compartida por los que con él trabajan.
La carencia muy generalizada de ese valor intrínseco proyecta de forma inevitable una imagen interna y externa de debilidad e indefinición, que puede resultar peligrosa ante la competencia. Algunos quisieron ver en ello un paraguas bajo el que a acogió la conocida como Marca España.
La referida cultura de la empresa, la identidad corporativa, la calidad institucional, son elementos que determinan la imagen pública de un proyecto empresarial y pasan, ineludiblemente, por una política de comunicación que permita la consecución de los objetivos proyectados y que soslaye las amenazas de la desmotivación y la falta de integración y participación de los colectivos laborales implicados.
La tendencia del empresario a considerar que la imagen externa de su empresa pasa casi exclusivamente por la publicidad o su presencia en los medios de comunicación, por muy importante que sean cualquiera de estas dos acciones, es tan ingenua como irreal.
Interlocutores cada vez más exigentes
La complejidad de la vida de la empresa moderna se incrementa día a día como consecuencia de la aparición en su entorno de interlocutores cada vez más exigentes: sindicatos, estados intervencionistas, grupos de consumidores que reclaman sus derechos, una opinión pública razonablemente informada y, simultáneamente, desafíos de competencia económica que adquieren una dimensión sin precedentes.
Tratar de introducir, en estas condiciones, cualquier desarrollo estratégico en el seno de la empresa, se ha demostrado como tarea estéril en la mayoría de los casos, cuando se ha intentado marginando al factor humano, único elemento que permite desarrollar el concepto de cohesión y creatividad tan necesario para la empresa moderna instalada en un marco de creciente competitividad.
La implantación de nuevas estrategias empresariales choca, inevitablemente, con infinidad de factores, cuyos protagonistas son los individuos que forman parte de la empresa y que como agentes activos de ésta adoptan posiciones de pasividad o resistencia al cambio al no sentirse plenamente integrados o partícipes en el origen y desarrollo de éste.
Frente a todo ello, las soluciones aparecen claramente definidas, aunque su consecución pasa por una total y absoluta disposición del empresario a definir e implantar una política de comunicación en dos esferas claras, la interna y la externa.