Fran, Pozoblanco y el corazón

| 14 AGOSTO 2015 | ACTUALIZADO: 14 AGOSTO 2015 7:41

Francisco Rivera ha sufrido una cogida en Huesca, se lo llevaron en hombros al limbo de la cirugía mayor. Algunos han aprovechado para congratularse o, sin llegar a tanto, para hacer una inoportuna declaración de principios animalistas, como si el trance de muerte de un ser humano fuese un momento adecuado para recordarnos al resto sus ñoñas confusiones morales. Pero Fran vino al mundo y se hizo hombre en medio de una blanca floración de flashes, una de las dos corolas de blancura en las que extravió a su madre sin extraviarse nunca a sí mismo. Me imagino que al diestro le importa poco la opinión de los incultos y la habrá despejado de su pensamiento como hojarasca molesta; yo, con su permiso, voy a hacer lo propio.

A Fran la afición le llama “Paquirri”, e insisten los periodistas estos días en el alias, queriendo trazar un emparejamiento macabro con la tragedia del padre. Al lenguaje de la gente le brotan, a veces, caprichos que son hallazgos literarios, como este homenaje híbrido de crueldad y belleza. Pero a Fran va a salvarle la vida el tiempo transcurrido desde aquella tarde fatal de 1984 en Pozoblanco, los avances producidos en este ínterin en que nuestro país ha transitado con más gloria que pena. En España ya no se nos mueren los toreros, y eso es algo, aunque la muerte nos la sigan trayendo a domicilio los turistas del balconing y esos otros náufragos callados del Estrecho, tragedia innumerable, tristísima guirnalda de algas negras sobre la arena de cada verano. La muerte la trae un Mediterráneo que es, también, el mar de la lidia, de los ritos ancestrales de la tauromaquia con cuyas escenas decoraban los cretenses sus palacios minoicos, antes de que Jaime Botín lo surcase a bordo de un picasso.

No creo que Rivera Ordóñez vaya a pasar a la historia como figura señera de ese arte tan prolongado; uno no es entendido, pero quienes sí lo son siempre consideraron que las hembras se le dieron mejor que las reses. Su mérito principal es haber aportado al colorín de los noventa la necesaria pincelada del folklore. Sin personajes como él, todo serían las paperas de Neymar y el culo de la Kardashian, el famoseo futbolístico o de importación, el apabullante colonialismo cultural de la MTV y el apabullante vacío cultural de Mediaset. Hoy el cuore está denostadísimo, pero hubo un tiempo en este país, que arrancó en la Transición, en que la información de sociedad lindaba con la actualidad cultural, con grandes áreas de soberanía compartida, y era una especie de sopa ligera de trasiego fácil pero con picatostes de gran valor nutritivo. Los que ya empezamos a dudar al calificarnos de jóvenes aún recordamos cuando, entre los crochet de Pedro Carrasco y la teta política de la Estrada, asomaba en las páginas de sociedad el egregio retrato de Cela, como un sabueso mofletudo y pensativo, la interviú de personalidad a la Caballé o la semblanza del político de turno. Ofrecían un retrato de la sociedad pintoresco, sí, y abigarrado, pero que era, en todo caso, algo menos molesto que el actual. Por comparación con éste, había un interés por auscultar el espectro humano y social en toda su amplitud, y los personajes de la alta cultura iban de buen grado a sumarse a aquel retablo periodístico.

Hoy los medios atestiguan los cambios profundos que se han operado en la sociedad, pero uno se barrunta la trampa, y no puede evitar preguntarse si será verdad que la sociedad ha cambiado tanto; si no serán, más bien, los propios medios los que lo han hecho. Es grande la responsabilidad de los periodistas y grande la de los del corazón porque, aunque sea con afán puramente lúdico, fabrican un espejo en que se mira la sociedad. Pero, aunque la sociedad crea verse representada en él con exactitud, no es cierto. La imagen que devuelve ese espejo nunca es fidedigna: es sólo un constructo social más; un producto de los perjuicios, del encuadre, de poner el foco en ciertos asuntos, personajes y actitudes y desdibujar otros, del tocomocho del framing y del agenda setting. Y en esto, como en muchas otras cosas, ocurre en el plano colectivo lo mismo que en la psicología del individuo: la imagen que tenemos de nosotros mismos no es aquello que somos pero sí, a fuerza de creérnosla, aquello en que nos convertimos.